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De la serie: Más aventuras.

El sol nos encontraba siempre en el establo recostadas sobre los travesaños del corral observando cómo las vacas mansamente dejaban extraer de sus ubres la tibia y blanquísima leche. Luego venia el sentir las cosquillas de la espuma caliente tamborileando en nuestras bocas. Hubiésemos disfrutado el sabor dulce de la leche si no fuera por esas geniales gotas de” no sé qué” esparcidas al vuelo y con generosidad sobre el inmaculado liquido, disque para matar los parásitos, que le echaba mi tío.


Con la barriguita llena de leche nos disponíamos a cargar agua y llenar las canecas. Que una rana o un bicho se colaran en el agua era nuestro placer y el enojo de los mayores. Barrer los patios, acarrear la leña y cuando hubiésemos demostrado que nuestro desayuno era merecido, podríamos pasar a la mesa- para mi desdicha- que no hallaba como encontrarle sabor a esa cantidad de harinas en mi plato. Arroz, arepa- sin mantequilla. Lo peor- una inmensa taza de chocolate sin leche-nuevamente lo peor- solo salvaba el desayuno el majestuoso queso elaborado el día anterior. Con el cual yo rellenaba la arepa habiéndole extraído previamente toda esa inmensa cantidad de masa, que desde siempre me ha causado escalofríos.

Grandes corredores rodeaban la casa grande. Una hamaca colgada. Una silla acá otra por allá. El mobiliario no era mucho. Innumerables esteras apiladas en un rincón fungían de “mullidas “camas.

La cocina era una cosa extraña, parecía no formar parte de la casa por su ubicación y hasta por el color de su puerta-gris-, a diferencia de las demás –rojas- , con su inmenso fogón de leña siempre encendido.Desde las vigas del techo colgada la “excusa” portando la carne salada. En un rincón una mesa de madera y cuatro taburetes de vaqueta. Sobre la mesa siempre las dichosas arepas. Extraño gustito aquel. Nunca he logrado entenderlo.

Sentadas en el quicio del corredor al caer la tarde mirábamos las gallinas encaramarse a los arboles. Los primos encerrando los terneros halándolos de la cola hacia los establos, las vacas dando sus postreras. Todos los animales a recogerse. Los bípedos también.

Los peones llegaban sudorosos buscando la cena que consistía en: frijoles, carne, arepa y una totuma de mazamorra con panela. Luego ,el café que amenizaban hasta bien entrada la noche con historias a cual más” espantosa”, esforzándose que su voz ronca y masculina las hiciesen mucho mas terroríficas,. Desde luego los niños no éramos su público, se suponía que terminada la cena debíamos de retirarnos a nuestras habitaciones .pero lo prohibido siempre - lo corrobora la historia-, será lo más buscado lo más deseado, de ello dan cuenta Pandora, Adán y la buenaza de Eva.

Y allí. Tras la puerta cerrada en noches oscuras, lo escuchábamos todo y cuando digo todo. Es, todo. Que si la Madre monte, la que crio al esperpento aquel, sí, claro. Afirmaban otros. No notan, ─ aseveraban─ por eso es tan feíto, pobrecito se lo robo la Madre monte y lo devolvió a los diez años. Que la caza del tigre que apareció en establo. Que si al llorona. Que si el diablo. Que la pata sola. Que el judío errante. Historias que en nuestras mentes no causaran ningún efecto terrorífico.

Y es que quien, después de saber que existen ángeles poderosos que están en los cuatro ángulos de la tierra y que desde allí controlan a la raza humana. Que hay dragones que un día arrastraran un tercio de las estrellas. Que existen otros ángeles vengadores que cabalgan en caballos purpura y bermejo, con relucientes espadas de oro en sus manos. Seres cuyas bocas son saetas encendidas, y sus ojos relámpagos de fuego. Quien-repito-¡quien! va a asustarse de un monstruito terrenal y que le aparece a solo unos cuantos mortales. Quien después de saber que un día va asonar una trompeta final que se escuchara en todos los confines de la tierra. Que la misma tierra un día se abrirá en dos. Que el fuego descenderá para achicharrar a los que no hagan la voluntad del Dios todopoderoso, ¡quien por favor. Quien! .así tenga tan solo siete años, se puede acobardar con estas nimiedades.

Una noche. Oscura como la boca del diablo, escuchamos a los peones contar como se caza una bruja y que si de brujas se trataba, una habría de venir por estos días a la finca, ellas siempre visten de color rojo en el día. Aseguraron.

Y sucedió. Claro que sucedió. Un día a eso de las once de la mañana apareció. Toda vestida de rojo, sombrero rojo, sombrilla roja, montada en un caballo que a nuestros ojos también parecía rojo. Se apeo de la bestia y nosotras la seguíamos con la mirada atónita no tuvimos necesidad de cruzar una sola palabra para saber que era: la bruja. Todos la saludaron amablemente y incluso al abuela la saludo amablemente! la abuela! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Dios se apiade de ella!, le dirigió la palabra !La abuela! Le extendió su mano a la bruja. Nosotras la mirábamos aterrorizadas, enmudecimos durante todo el día, cargando el agua, trayendo la leña. No salía una palabra de nuestros labios y al caer la noche La bruja fue acomodada en nuestro cuarto.

Esperamos que todo estuviera en silencio, la casa a oscuras, trancada la puerta grande. Vigilábamos cualquier movimiento luchando con el sueño que caía sin piedad sobre nosotras. Allí entre susurros planeamos la caza de la bruja.

¡Qué maravillosa idea! Nosotras cazaríamos a la bruja, quien dormía plácidamente iluminada de vez en vez por un centelleo de luna que se colara por los altísimos visillos. Seriamos las heroínas. Encendimos una vela y la pusimos a sus pies, y a esperar .si no se quemaba -comprobado- tendríamos ante nuestros ojos, a: la bruja.

Ella-La bruja- empezó a revolverse en su cama, pero seguía roncando de lo lindo, de repente abrió un ojo y de un salto nos lanzamos soplando la vela, y nos metimos debajo de las sabanas temblando de miedo. Esa noche llovió a cantaros al amanecer el cielo lucia purificado. Brillante. “la bruja” partió vestida de blanco, sombrero blanco, sombrilla blanca y hasta el caballo juraríamos que era blanco.

El día transcurrió sin mayores comentarios de nuestra parte, cargar el agua, acarrear la leña, alimentar a las aves de corral, ir a la quebrada a lavar la ropa y a bañarnos. ¡Qué emocionante hubiese sido la caza de la bruja!. Pero una nueva aventura ya se cernía en la cabeza de mi dulce primita. En un rancho ubicado en el valle más allá del establo y la quebrada, viva el viejo que herraba las bestias, elaboraba zurriagos y le echaba grasa a los arreos. Empedernido fumador de tabaco y al que la tata ya le tenía “echado el ojo” como posible instructor del oficio.

Mi prima se había puesto la meta de aprender a fumar y el anciano en cuestión fumaba como un condenado largos y oscuros tabacos. Cuando todos dormían la siesta, cruzamos valientemente el establo y bordeando la quebrada descendimos al rancho.

El anciano se asusto grandemente al vernos paradas en la puerta,. La tarde era fresca y clara como la voz de, mi prima quien yendo al grano, dijo: venimos para que me enseñe a fumar. Como se les ocurre ─exclamó el viejo ─su tío me mata. Tanto porfió la dulce primita y como lo engatuso con esos ojazos negros, que el anciano en cuestión de minutos accedió. Yo vigilaba en la puerta del rancho que nadie apareciera. Así fue como el tata con sus maduros siete años fumo su” primer” tabaco. Dos bocanadas seguidas de un acceso de tos. Y yo con otros siete fui su cómplice y testigo.




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